4º GRADO "A" y "B"
¡¡¡Hola Cuarto Grado!!!
En la hora de biblioteca comenzamos a leer historias de "Piratas"
Escuchamos y comentamos :
"Barbanegra y los buñuelos". Ema Wolf
Lo que casi nadie sabe es que a bordo del
barco del pirata Barbanegra viajaba su mamá. Doña Trementina Barbanegra –así se
llamaba la señora— trepó por la escalerilla del Chápiro Verde una mañana en que
su hijo estaba a punto de hacerse a la mar. Subió para alcanzarle el tubo del
dentífrico concentrado que el muy puerco se olvidaba.
El barco soltó amarras y nadie notó sino hasta
tres días después que la señora estaba a bordo.
—¡Madre! –dijo Barbanegra al verla.
—¡Hijo! –dijo Trementina.
Y se quedó.
El amanecer, el mediodía y el crepúsculo la
encontraban en cubierta sentada sobre un barrilito de ron antillano atenta a
los borneos del viento, vigilando el laboreo de las velas y desparramando
advertencias a voz en cuello. Nadie como ella para husmear la amenaza de los
furiosos huracanes del Caribe, a los que bautizó con los nombres de sus primas:
Sofía, Carla, Berta, Margarita...
Mientras tanto, tejía. De sus manos
habilidosas salían guantes, zoquetes de lana, pulóveres y bufandas en cantidad.
Los hombres de Barbanegra, abrigados como ositos de peluche, sudaban bajo el
sol del trópico. EL jefe pirata impuso castigos severos a los desagradecidos
que se quejaban.
La cosa es que Trementina estaba ahí; día tras
día meciéndose a la sombra de la vela mayor con los pies colgando del barrilito
y sermoneando al loro cuando no se expresaba en correcto inglés.
Pero además –y este es el asunto que importa—
la señora Barbanegra hacía buñuelos.
Una vez por semana se zambullía en la cocina
del Chápiro Verde y forjaba una media tonelada de buñuelos; que eran muchos,
pero no tantos si se considera el peso de cada uno. La mayor parte se comía a bordo,
el resto se cambiaba en las colonias inglesas por sacos de buena pólvora.
El último amotinamiento –lo mismo que los tres
anteriores— se había producido a causa de los buñuelos.
Un artillero veterano dijo que prefería ser
asado vivo por los caníbales de la Florida antes que comer uno más de aquellos
adoquines. Efectivamente, cuando lo desembarcaron en la Florida se sintió el
más feliz de los hombres.
Más que comerlos, había que tallarlos con los
dientes. Se sospechaba que estaban hechos con harina de caparazón de tortuga y
al caer en el estómago producían el efecto de una bala de cañón de doce
pulgadas.
A Barbanegra le encantaban.
En Puerto Royal compraron una partida de polvo
de hornear para hacer más livianos los buñuelos, pero no sirvió de nada. La
tripulación del Chápiro Verde había perdido todos los dientes. Ya nadie era
capaz de sujetar el sable con la boca cuando saltaba al abordaje. Los hombres
más rudos terminaron comiendo el pescado con pajita.
Barbanegra, en cambio, devoraba un buñuelo tras
otro con formidable gula. Su madre, que vivía retándolo por esos atracones,
terminó prohibiéndole que comiera más de cuarenta por día.
Hasta que sucedió lo que sigue.
Una madrugada de julio el vigía avistó un
barco.
—Es francés –dijo Trementina Barbanegra sin
levantar los ojos del tejido—. Les vengo diciendo que es peligroso andar por
estos lugares. ¡Pero para qué! Si me hicieran caso... etcétera, etcétera...
En efecto: era la nave del capitán Jampier.
El capitán Jampier no podía ver a Barbanegra ni
en la sopa.
Los dos barcos se aproximaron amenazantes.
Ninguno estaba dispuesto a regir el combate. Las tripulaciones hormiguearon por
la cubierta amontonando municiones y afinando los trabucos.
—¡Te voy a hacer picadillo! –gritó el pirata
inglés.
—¡Y yo te voy a hacer paté! –le contestó el
francés.
Los hombres de uno y otro bando aullaron para
infundirse coraje y meter miedo a la vez.
Cuando las naves estuvieron a poca distancia
volaron los garfios de abordaje y en minutos las dos quedaron pegadas como
siamesas.
Todos los franceses saltaron al barco inglés y
todos los ingleses al barco francés.
Los capitanes entendieron que así no se podía
pelear. Ordenaron a sus tripulaciones dividirse; la mitad de cada una volvió a
su respectivo barco para iniciar el combate. Y se inició.
Silbaban los sables. Tosían las armas de
fuego. Sangraban los hombres por las narices y escupían muelas. Arreciaban los
graznidos histéricos del loro y las protestas de mamá Trementina que trataba de
proteger sus ovillos de lana. ¡La pelea era feroz!
Barbanegra y Jampier, desde los puentes de
mando, se medían con la mirada.
Lenta, sigilosamente, con movimientos de
babosa, cada uno fue acercando la mano a la cintura donde guardaba la pistola.
En lo más recio del combate los piratas
advirtieron lo que iba a suceder: sus capitanes estaban a punto de enfrentarse
en un duelo personal. Dejaron de combatir.
Todos los ojos en compota se posaron sobre
esos dos demonios: Barbanegra y Jampier, Jampier y Barbanegra.
Durante cinco minutos nadie respiró.
La vista es demasiado lerda para percibir lo
que pasó entonces. Las dos pistolas hicieron fuego al mismo tiempo.
¡¿Y?!
Un aro voló de la oreja izquierda de Jampier y
se perdió entre los atunes del fondo del mar.
¡Pero su bala había dado en el pecho de
Barbinegra!
Ustedes pensarán: murió.
No, no murió.
¡Un buñuelo! ¡Un bendito y providencial
buñuelo se interpuso entre la bala y su cuerpo! Debajo de la tricota de lana
Barbanegra había escondido un buñuelo de los que preparaba su madre, robado de
la cocina la noche anterior. Al chocar con él, la bala se deshizo como un
supositorio de glicerina sin herir al pirata.
Los hombres del inglés aullaron de felicidad.
Locos de contento vivaban a su jefe y bailaban en una pata aunque fuese de palo.
¡No lo podían creer!
Jampier no entendió nada, pero rabiaba.
El combate se suspendió hasta nueva fecha y
cada uno se fue por su lado.
Esa noche en el Chápiro Verde atronaron las
canciones piratas festejando el episodio hasta que mamá Trementina mandó a
dormir a todo el mundo.
Al día siguiente se creó la orden del Buñuelo
y desde entonces todos los hombres de Barbanegra llevaron uno colgando sobre el
pecho.
Y dicen que eso los volvió invulnerables.
FIN
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